El presidente de Rusia, Vladimir Putin, inauguró a principios de esta semana, acompañado de una cohorte de sacerdotes, un obispo y numerosas jerarquías de la renacida Iglesia ortodoxa de ese país, un templo dedicado, según reza el anuncio oficial, a las "víctimas del comunismo".
Como sucediera en la Rusia de los zares, el jefe del Estado fue
acompañado la ceremonia del acto inaugural por "su confesor" personal,
el obispo Tijón Shevnukov.
No faltan quienes resultan negativamente sorprendidos por este tipo de
eventos. Y es que sucede que, de forma paradójica, dentro y fuera de
Rusia, hay no pocos comunistas y gentes pertenecientes a la izquierda
que no ahorran sus simpatías hacia el actual presidente de Rusia,
Vladimir Putin .
Sin embargo, la carrera de Vladimir Putin no difiere un solo ápice de la
de cualquiera de los miles de burócratas de la antigua URSS , que
integraron la casta estatal que se fue haciendo con el aparato del
Estado soviético en el curso de las últimas décadas de la existencia de
ese país.
Una vez que las bases socialistas sobre las que se asentaba aquel país fueron destruidas, los burócratas
que detentaban la dirección de las empresas públicas u ocupaban cargos
de primera importancia en el aparato del Estado se apropiaron de lo que
hasta entonces había sido propiedad colectiva. Uno de esos usurpadores
fue Vladimir Putin, un abogado nacido en 1952, graduado
en la universidad estatal de Leningrado y que, posteriormente,
pretendió hacer carrera ingresando en el servicio de inteligencia
soviético de la KGB.
Hasta finales de los años 90, Vladimir Putin fue un perfecto desconocido
en la Rusia postcomunista. Eso fue así hasta que, por indicaciones
expresas de Boris Yeltsin, el alcohólico ex presidente
que vendió a su país a los Estados Unidos como si de un fardo de
retales se tratara, se convirtió en su sucesor en el marco de una
estructura estatal en pleno estado de descomposición.
La implosión de la antigua Unión Soviética se produjo mientras Vladimir
Putin prestaba sus servicios de espionaje en la antigua República
Democrática Alemana. Putin aprovechó la ocasión para regresar a
Leningrado. Allí, a través de vínculos que se desconocen, se convirtió
en asesor de Anatoly Sobchak, entonces presidente de la Diputación de
Leningrado. Ese fue el principio de una carrera política que se iba a
caracterizar por una inmensa ambición y un vertiginoso ascenso.
Tras el triunfo de su protector Sobchak en las elecciones a la alcaldía
leningradense, Putin pasó a ser jefe del Comité de Relaciones Exteriores
del Ayuntamiento, y vicealcalde.
En 1996, después de la derrota de Sobchak en los comicios de turno,
Putin abandonó a su protector, trasladándose a Moscú, con un puesto en la administración del dipsómano Boris Yeltsin. Pronto éste último lo convertiría en su favorito para la sucesión.
En el año 1998 fue nombrado director del Servicio Federal de Seguridad,
puesto que a partir de marzo del año siguiente ocupó de forma
simultánea con el de secretario del Consejo de Seguridad Nacional, un
puesto clave en la turbulenta y desordenada Rusia de esa década.
En agosto de ese mismo año encabezó el Gobierno de Rusia y lanzó una
exitosa segunda guerra contra el separatismo checheno. Hecho que, en un
país inmerso en un caótico proceso de desmembramiento, le proporcionó
una inmensa popularidad.
Cuando Boris Yeltsin, acusado de múltiples escándalos de corrupción, anunció su dimisión el 31 de diciembre de 1999, Putin, de acuerdo con la nueva Constitución rusa, se convirtió en presidente interino.
La sucesión, según comentó la prensa de entonces, se realizó como
resultado de un pacto suscrito entre el sucesor y el heredero, en el que
este último se comprometía a blindar frente a la persecución judicial a la familia Yeltsin,
acusada reiteradamente de nepotismo y de participar en gigantescos
negocios resultantes de la privatización de las empresas estatales.
La participación de Vladimir Putin en actos anticomunistas
como el citado ni son inusuales ni tienen nada de extraños. Coinciden
plenamente con la ideología dominante entre aquellos que se hicieron con
el dominio de los restos del desvencijado Estado soviético y de sus
empresas estatales. Vladimir Putin no sólo ha sido un administrador de
los escombros de aquel Estado, distribuyendo lo que era propiedad
colectiva entre sus codiciosos colegas de la burocracia, sino que ha
sido también uno de sus principales beneficiarios.
Lo que, desgraciadamente, no parecen haber entendido muchas personas
pertenecientes a la izquierda política, incluidos no pocos comunistas,
tanto de fuera como de dentro de Rusia, es que la naturaleza de aquel Estado ha variado sustancialmente. Rusia no es ahora un firme baluarte, como lo fue en otra época, de la defensa de los intereses de los pueblos del mundo.
El capitalismo ruso está hoy sometido al mismo tipo de tensiones generadas por las luchas interimperialistas que se producen en otras grandes superpotencias mundiales, como pueden ser Estados Unidos o China. La
Rusia de Putin responde a las mismas pulsiones que se producen en
cualquier otro estado capitalista desarrollado en la conquista por los
mercados internacionales. Como sucede en el resto de los países capitalistas, las
empresas privadas rusas dominan el aparato del Estado y hacen que este
se encuentre en sintonía con los intereses de la clase social que allí
detenta el poder económico. ¿Qué mágico factor, si no, podría
librar a Rusia de las contradicciones de la formación social capitalista
de la que hoy forma parte?
En su pugna contra sus competidores estadounidenses,
determinadas actuaciones del gobierno ruso pueden coincidir de manera
coyuntural con los intereses del pueblo de tal o cual país. Pero eso no
cambia esencialmente lo fundamental de la cuestión. En momentos
tan cruciales como los que vivimos, no tener en cuenta esa realidad
equivaldría a olvidar peligrosamente cuál es la naturaleza del Estado
ruso y de las contradicciones del mundo del siglo XXI .
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