Elisaveta Yakovlevna Drabkina, hija de la bolchevique Feodosia Drabkin
("Natasha") y de Iakov Drabkin, quien, con el seudónimo "Sergei Gusev",
luego sería Presidente del Comité Militar Revolucionario del Soviet de
Petrogrado, tuvo una vida íntimamente ligada al Partido Bolchevique y a
la Revolución Rusa.
En su infancia, Drabkina acompañaba a su madre en viajes a Helsinki para comprar armas para los bolcheviques. Cuando tenía cinco años la represión que siguió a la Revolución de 1905 obligó a su padres a pasar a la clandestinidad. Ella no volveria a verlos hasta la Revolución de Octubre, 1917.
En su infancia, Drabkina acompañaba a su madre en viajes a Helsinki para comprar armas para los bolcheviques. Cuando tenía cinco años la represión que siguió a la Revolución de 1905 obligó a su padres a pasar a la clandestinidad. Ella no volveria a verlos hasta la Revolución de Octubre, 1917.
En su adolescencia se incorporó al Partido Bolchevique, fue voluntaria
de los Guardias Rojos y participó en la toma del Palacio de Invierno. A
los 17 años de edad pasó a servir de secretaria a Yakov Sverdlov en el
Instituto de Smolny. En los años siguientes se casó con el también
bolchevique, Aleksandr Solomonovich Iosilevich, de quién luego se
divorciaría.
Sus obras, algunas publicadas póstumamente, enfocan en los eventos y las figuras que definieron su vida, principalmente su experiencia revolucionaria, los revolucionarios con los que compartió militancia y la Revolución de Octubre hasta aquel 26 de octubre, 7 de noviembre de 1917, en el que Lenin, en Smolny, diría aquello de "Camaradas: la revolución obrera y campesina, cuya necesidad han proclamado siempre los bolcheviques, ha triunfado...".
En su obra Pan duro y negro, Elizaveta Drabkina, que representa el papel activo y protagonista de la mujer rusa en la lucha revolucionaria que dio lugar al primer estado obrero de la historia, la Rusia Soviética y, luego, la URSS, describe su vida previa a la Revolución, la militancia clandestina de sus padres y, en definitiva, la suya propia, sus experiencias junto a Lenin, o Nadejda Krupskaia, y su participación en primera persona en los acontecimientos principales del triunfo de la clase trabajadora y campesina rusa en la noche del 6-7 de noviembre de 1917 (25-26 del calendario juliano oriental), además de la posterior guerra civil contra el terror blanco y los estados imperialistas que lo apoyaron que terminaría, como continuación del espíritu revolucionario de Octubre, en la victoria del proletariado soviético y el triunfo total de la Revolución.
También conocería a Rosa Luxemburgo y a Carlos Liebknecht, estando en Berlín aquel funesto día, 15 de enero de 1919, en el que la burguesía acabara con la vida de ambos intentando destruir al movimiento obrero y revolucionario alemán.
Compartimos a continuación los capítulos en los que Feodosia Drabkin describe su estancia en Alemania y su contacto con los máximos representantes del movimiento espartaquista, además de narrar el cobarde asesinato durante su traslado a prisión, por sicarios del gobierno del socialdemócrata Friedrich Ebert, de Rosa Luxemburgo y Carlos Liebknecht.
Sus obras, algunas publicadas póstumamente, enfocan en los eventos y las figuras que definieron su vida, principalmente su experiencia revolucionaria, los revolucionarios con los que compartió militancia y la Revolución de Octubre hasta aquel 26 de octubre, 7 de noviembre de 1917, en el que Lenin, en Smolny, diría aquello de "Camaradas: la revolución obrera y campesina, cuya necesidad han proclamado siempre los bolcheviques, ha triunfado...".
En su obra Pan duro y negro, Elizaveta Drabkina, que representa el papel activo y protagonista de la mujer rusa en la lucha revolucionaria que dio lugar al primer estado obrero de la historia, la Rusia Soviética y, luego, la URSS, describe su vida previa a la Revolución, la militancia clandestina de sus padres y, en definitiva, la suya propia, sus experiencias junto a Lenin, o Nadejda Krupskaia, y su participación en primera persona en los acontecimientos principales del triunfo de la clase trabajadora y campesina rusa en la noche del 6-7 de noviembre de 1917 (25-26 del calendario juliano oriental), además de la posterior guerra civil contra el terror blanco y los estados imperialistas que lo apoyaron que terminaría, como continuación del espíritu revolucionario de Octubre, en la victoria del proletariado soviético y el triunfo total de la Revolución.
También conocería a Rosa Luxemburgo y a Carlos Liebknecht, estando en Berlín aquel funesto día, 15 de enero de 1919, en el que la burguesía acabara con la vida de ambos intentando destruir al movimiento obrero y revolucionario alemán.
Compartimos a continuación los capítulos en los que Feodosia Drabkin describe su estancia en Alemania y su contacto con los máximos representantes del movimiento espartaquista, además de narrar el cobarde asesinato durante su traslado a prisión, por sicarios del gobierno del socialdemócrata Friedrich Ebert, de Rosa Luxemburgo y Carlos Liebknecht.
Así termina Drabkin su relato:
"Detrás de los dentados tejados de Kitaigorod apuntaba el disco anaranjado de la luna. Entre las columnas de la Casa de los Sindicatos pendían, enmarcados en rojo y con crespones de luto, los retratos de Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo, al pie de los cuales estaba escrito con grandes letras: "¡El mejor desquite por la muerte de Liebknecht y Luxemburgo es la victoria del comunismo!""
"Detrás de los dentados tejados de Kitaigorod apuntaba el disco anaranjado de la luna. Entre las columnas de la Casa de los Sindicatos pendían, enmarcados en rojo y con crespones de luto, los retratos de Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo, al pie de los cuales estaba escrito con grandes letras: "¡El mejor desquite por la muerte de Liebknecht y Luxemburgo es la victoria del comunismo!""
Entrevistas en Berlín
Desde
la estación nos encaminamos a casa de una hermana de Kurt llamada Erna.
Kurt sabía que la única hija de ésta había muerto y el marido había
caído en Verdún.
En
las calles se agolpaba un gran gentío. Constantemente se oía un ruido
extraño. Eran las suelas de madera que golpeaban las losas de las
aceras. Un inválido ciego al que faltaban las dos piernas, sentado en un
carrito, arrancaba a un acordeón las notas de una melancólica canción.
En las paredes de las casas había pegados carteles en colores negro,
blanco, rojo y verde. En letras gruesas repetían infinitamente: "¡"Spartak"
nos conduce a la tumba; el orden nos dará el pan!", "¡Orden o
bolchevismo!", "¡Orden o hambre!", "¡Orden o muerte!" "Abajo
"Spartak"!", "¡Abajo los bolcheviques!"
La
hermana de Kurt vivía en una casa grande de ladrillo, habitada por
gente pobre de la ciudad. En el patio jugaban sin alegría niños
macilentos y mal vestidos. Por una escalera estrecha y empinada, con
barandilla de hierro, subimos al sexto piso. Nos abrió la puerta una
mujer de rostro demacrado con las manos llenas de espuma de jabón. Hacía
sólo tres años que no se veían los hermanos. Sin embargo, de momento,
no se reconocieron.
Según
habíamos convenido, Kurt previno a la hermana que debía presentarme a
los vecinos como su esposa. Erna me sacó un vestido y ropa interior de
su difunta hija y puso agua a calentar. Mientras Kurt y yo nos lavábamos
uno después de otro, la hermana salió de compras.
Sobre
la mesa apareció una pomposa tarta de bizcocho con fruta confitada,
salchichón y el té servido en las tazas. Pero la tarta era de patata
helada; la fruta confitada, de una viscosa pasta de almidón con
sacarina; el chorizo, de guisantes y el té, una infusión de hojas de
haya. Para comprar todo aquello, Erna había vendido su único anillo de
oro.
Estábamos
tan cansados que dormimos casi 24 horas como lirones. Al día siguiente,
Kurt marchó a buscar a sus camaradas y yo me quedé en casa. Llamaban
constantemente a la puerta: eran vecinas que venían a ver a la "pequeña
mujer rusa". Conseguimos entendernos de alguna manera; ellas me
preguntaban y yo les preguntaba a ellas. Cualquiera que fuera el tema de
la conversación, ineludiblemente iba a parar a lo que más torturaba su
imaginación: el hambre.
En
Rusia conocíamos bien lo que era el hambre. Meses enteros vivimos con
medio cuarterón de pan y hubo días que ni siquiera eso recibíamos.
Y
de todos modos el hambre que nosotros sufríamos era distinta de la que
me contaban las mujeres de los obreros alemanes. Nosotros pasábamos
hambre a causa de la guerra; ellos, en aras de la guerra.
Nuestro hambre era una desgracia de la que siempre teníamos la esperanza
de librarnos tan pronto tomáramos el Poder, tan pronto derrotáramos a
los blancos y a los intervencionistas y pusiéramos en marcha la
producción. El hambre de ellos era el hambre de los condenados.
Era
un hambre calculada, reglamentada por la máquina implacable de la
guerra. Se había previsto con muchos años de antelación cada espiga que
debía crecer, cada recién nacido que debía morir de hambre apenas venido
al mundo, cada adolescente que debía llegar a mozo para después hacer
de él carne de cañón.
Ahora
la máquina militar alemana se había derrumbado, pero el hambre
continuaba. La socialdemocracia encaramada en el poder rechazó el pan de
los obreros rusos prosternándose ante el Presidente de EE.UU. Hacía ya
mes y medio que estaba tirada a sus pies, y Wilson hacía con Alemania el
frío juego del ratón y el gato. Hasta entonces, no había dado ni un
gramo de víveres. En lugar de pan asaeteaba con incontables mensajes, en
los que con repugnante gazmoñería e hipocresía se extendía en
consideraciones acerca del humanismo y la civilización, exigiendo al
mismo tiempo que Alemania acabara con "Spartak", estrangulara a los
comunistas alemanes. Entonces Norteamérica daría pan. El pan lo serviría
solamente sobre la tumba de la revolución.
Ebert
y Scheidemann no deseaban otra cosa. Señalaban a la clase obrera
alemana la muerte por hambre que se cernía sobre sus cabezas y decían:
"¡Mira! ¡Esa es tu alternativa: el hambre o la revolución! ¡Si no
quieres morir de hambre, acaba con la revolución!"
Al
segundo o tercer día de llegar asistimos a una reunión sindical de los
electricistas del distrito. La reunión se celebraba en una cervecería,
repleta de gente. Los obreros estaban sentados alrededor de las mesitas,
bebían cerveza adulterada, echaban bocanadas de humo de algo que quería
parecerse al tabaco. Muchos estaban de pie en los pasillos o sentados
en las ventanas. En el estrado, sobre la mesa de la presidencia, se
elevaban las canosas cabezas de los "bonzos sindicales". Cada uno tenía
delante una jarra llena de cerveza hasta los bordes.
Empezó
la reunión. Se concedió la palabra a unos de aquellos "bonzos". Mostró
suavemente su disconformidad con las acciones de Wilson y su acerba
indignación contra la actuación de los espartaquistas y propugnó que se
hicieran voluntariamente restricciones: solamente éstas podían asegurar
la victoria de la revolución. Afirmaba que era necesario defender la
propiedad y el capitalismo, pues sin el capitalismo no hay trabajo ni
pan. Algún día, cuando llegara la hora, se degollaría al marrano, pero
hasta entonces, debían evitar que estirara la pata, cebado bien, para
que diera más tocino.
El discurso del orador era interrumpido por ruido y gritos que partían de distintos sitios.
La
atmósfera se fue caldeando. Pero de pronto los "bonzos" de la
presidencia se intranquilizaron y todos al mismo tiempo dirigieron la
vista a la puerta de entrada. La sala se estremeció. En las filas de
atrás se oyeron exclamaciones de saludo. Todos se pusieron en pie,
muchos se quitaron los sombreros y empezaron a lanzarlos a lo alto
gritando: "¡Viva Liebknecht!", "¡Viva el jefe del proletariado alemán!"
Liebknecht
entró lentamente en la sala. Era un hombre de elevada estatura,
entrecano, de cara delgada, ojos profundos y relucientes que parecían
iluminar su rostro. En los últimos años, la vida le había deparado una
cadena continua de pruebas: el frente, el tribunal de guerra, trabajos
forzados; ahora, hacía esfuerzos sobrehumanos para salvar la revolución.
El
discurso de Liebknecht fue una resuelta condena a los scheidemannistas,
que habían vendido y traicionado la revolución, una condena a las
gentes fluctuantes: los Kautsky, los Haase y otros de su jaez, cuya
traición enmascarada era más peligrosa aún.
Liebknecht
dijo que el 9 de noviembre los obreros y soldados habían tomado el
poder, pero lo perdieron inmediatamente debido a que los
scheidemannistas, con la connivencia de los "independientes", débiles de
carácter, fueron devolviendo por partes el poder a la oficialidad
reaccionaria. Exigió que Hindenburg y los generales del Kaiser, que de
hecho dirigían los Soviets de Soldados, fueran inmediatamente
destituidos y arrestados. Desenmascaró a Ebert y Scheidemann y mostró
que no se ocupaban de otra cosa que de perseguir al "Spartak", desarmar a
los obreros y armar a las bandas contrarrevolucionarias. Citó hechos
que atestiguaban con evidencia irrebatible que ya se había creado la
guardia blanca, que disponía de infantería, caballería, artillería
pesada y ametralladoras. Los regimientos de guardias blancos,
acantonados entre Berlín y Potsdam, estaban destinados a aplastar al
proletariado revolucionario de Berlín.
-
¡El Gobierno Ebert-Scheidemann ha asestado una puñalada a la
revolución! -exclamó Liebknecht-. Si triunfa la contrarrevolución, estos
perros sin escrúpulo alguno llevarán al paredón a decenas de miles de
obreros. Si el proletariado tolera que Ebert y Scheidemann sigan
mandando, pronto volverá la más negra reacción. ¡Que se vayan al
infierno esos señores! ¡Viva la revolución alemana y mundial!
Desde
la presidencia, los "bonzos" trataron de interrumpir a Liebknecht con
gritos, pero luego optaron por callar, al darse cuenta de que los ánimos
del auditorio no estaban de su lado. Parte de los que llenaban la sala
ahogó las palabras de Liebknecht con sus clamorosos aplausos, los
restantes escuchaban en medio de un silencio sombrío, abatidos por la
incontestable verdad de sus argumentos. Aunque aquellos honestos
proletarios berlineses experimentaban gran confusión a causa de los
muchos años de mentiras scheidemannistas, la intuición de clase les
llevaba hacia Liebknecht, hacia el "Spartak".
Para
que esta tendencia interna se convirtiera en apoyo activo, real, hacía
falta tiempo. Los scheidemannistas decidieron no dar este tiempo al
proletariado alemán y empezaron a buscar pretextos para echar a las
masas a la calle y provocar una matanza sangrienta.
Cuando
partí de Moscú, el Comité Central del Komsomol me encomendó transmitir a
los jóvenes espartaquistas alemanes un saludo del Primer Congreso de la
Unión de Juventudes Comunistas. Ahora hablaba dos y tres veces al día
ante los jóvenes obreros berlineses.
Escuchaban
con fija atención, hacían miles de preguntas, me ayudaban a hallar las
palabras que me faltaban, a veces estallaban en carcajadas ante los
inverosímiles descubrimientos que hacía en el idioma alemán.
Después
de las reuniones me rodeaban. Todos deseaban reiterar una y otra vez
las palabras de amistad y fraternidad revolucionaria que yo debía
transmitir en su nombre a la juventud revolucionaria de la Rusia
Soviética.
Aquellos
días me entrevisté con Rosa Luxemburgo, "Rosa Roja", como la llamaban
los obreros alemanes. A través de los camaradas me pidió que fuera a
verla a una casa en Schöneberg. Difícilmente fuera su casa; debía ser de
alguno de sus amigos.
Llegué
un poco antes de la hora señalada. Rosa no había venido todavía.
Hojeaba yo un volumen de Goethe, cuando sonó brevemente el timbre, como
si lo hubiera rozado un pájaro con sus alas.
Rosa
se quitó las botinas en el recibidor y, con el sombrero y el abrigo de
piel puestos, corrió a la habitación y me atrajo hacia sí. Me conocía
desde mi niñez y quería mucho a mi madre. La última vez que nos habíamos
visto fue cuando estuvimos un verano en el litoral alemán siete años
atrás. A la sazón hacía un tiempo claro, el cielo era transparente, y de
la mañana a la noche nos estábamos en la dorada arena o recogíamos
flores en el campo para formar un herbario.
Los
recuerdos de aquellos tiempos reconfortaron por un instante nuestras
almas. Rosa quería verme, ante todo, para conocer lo más posible de la
Rusia Soviética, de la Revolución rusa. Me preguntó por Lenin, se
interesó por su salud, me asediaba a preguntas acerca de los días de
Octubre y de los frentes de la guerra civil, escuchaba con el semblante
arrebolado y de nuevo volvía a preguntar.
... Estuvimos hablando hasta muy tarde. Antes de terminar, Rosa me dijo que soñaba con hacer un viaje a la Rusia Soviética.
- Iré, iré sin falta, iré en los próximos meses. ¡Necesito tanto ver a Lenin, hablar con él! -repetía.
Llegó la hora de separarnos. Nos despedimos. Rosa me contempló desde la puerta, alegre, animosa, con sus hermosos ojos negros.
- ¡Hasta pronto! -dijo.
¿Podía yo pensar, acaso, que era la última vez que la viera?
El
29 de diciembre, domingo, se enterraba a los marinos caídos en las
calles de Berlín durante el sangriento desarme de la división
revolucionaria de marina. Era el tercer entierro de víctimas, en Berlín,
en las siete semanas de revolución. Pero esta vez, en los ataúdes
forrados de tela roja iban los cadáveres de los que habían sido
masacrados por orden del Gobierno socialdemócrata.
Era
un frío y nuboso día de diciembre. Cuando llegamos al lugar ya se había
congregado mucha gente. Venían de todas partes. Llamaba la atención la
multitud de banderas y carteles rojos.
El
cortejo fúnebre se encaminó a Friedrichshain, el cementerio de los
caídos en las jornadas de marzo de la revolución de 1848. El camino
pasaba a través de los barrios de la burguesía. Sobre las casas ondeaban
provocativas las banderas negro-blanquirojas. Los féretros con los
cadáveres fueron colocados en elevados catafalcos, tirados por negros
corceles cubiertos de gualdrapas fúnebres.
"¡Abajo
Ebert y Scheidemann!" -decía la consigna escrita en las pancartas. Lo
mismo gritaban los que acompañaban a los camaradas caídos.
En
las aceras se agolpaba el público burgués. Cubría de improperios y
maldiciones a los que iban en los ataúdes y a quienes formaban el
cortejo. El aire mismo parecía pesado, hasta tal punto estaba saturado
de odio.
Se
acercaba el Año Nuevo. Aunque los tiempos que corrían eran alarmantes,
los espartaquistas amigos de Kurt decidieron celebrarlo juntos.
Organizaron la cena, aportando cada uno lo que pudo: éste, unas pocas
patatas; aquél, unos nabos; otro, un paquete de café de bellotas. Un
camarada consiguió, incluso, una botella de vino de Mosela.
Se
bebió el vino; se dio buena cuenta de la frugal cena y la conversación
giró en torno al tema que interesaba a los allí presentes: la suerte de
la revolución alemana.
Entre
los reunidos en la velada de Año Nuevo se pusieron de manifiesto
profundas divergencias en los problemas de la lucha práctica; muchas
cosas no estaban claras para ellos, otras las confundían y se
equivocaban. Pero les unía lo principal: la decisión de luchar hasta el
fin y una fé inquebrantable en el futuro. Parafraseando las famosas
palabras de Lutero, uno de los camaradas dijo:
- ¡La Alemania socialista triunfará! ¡Esta es mi opinión y no puede suceder de otro modo!
Eran
cerca de las dos cuando golpearon a la puerta de una manera convenida:
dos golpes seguidos, el tercero después de un intervalo. Entró un
camarada al que yo desconocía y a quien todos llamaban Walter.
-
¡Queridos amigos! -dijo-. En la vida del proletariado alemán acaba de
producirse un gran acontecimiento: el Congreso de partidarios del
"Spartak" ha tomado el acuerdo de crear el Partido Comunista de
Alemania.
De
haber estado allí solamente nosotros, los jóvenes, nos hubiéramos
puesto a gritar de entusiasmo. Pero había gente que acababa de salir de
la clandestinidad sufrida en la época del Kaiser y que sabían que el
mañana habría de depararles quizás una clandestinidad más dura todavía.
Se unieron las manos, entrelazándolas sobre la mesa en un solo apretón.
Entonaron La Internacional como la cantan en los presidios, con
la boca cerrada, pronunciando las palabras para adentro. ¡Qué
impresionante fuerza, cuánta ira y esperanza había en aquellos solemnes
acordes apenas audibles del himno de la clase obrera mundial!
Nos
dispersamos al amanecer. Por la amplia calle desierta corría en
dirección a nosotros un hombre que cojeaba un poco. En una mano sostenía
un cubo con engrudo, en la otra un rollo de proclamas de vivo color
verde. Corría de una casa a otra; con un ágil movimiento untaba la
proclama de engrudo y la pegaba en la pared.
Kurt
encendió la linterna de bolsillo y leímos un llamamiento de la "Liga
antibolchevique", dirigido al pueblo alemán, en la que se anticipaba la
futura voz de Hitler:
¡Duermes, Bruto!
¡Despierta!
¡Despierta, pueblo alemán!
¡Comprende el peligro que te amenaza: el bolchevismo!
. . . . .
¡Todos a la lucha contra el «Spartak"!
¡Pueblo alemán, despierta!
¡Despierta!
¡Despierta, pueblo alemán!
¡Comprende el peligro que te amenaza: el bolchevismo!
. . . . .
¡Todos a la lucha contra el «Spartak"!
¡Pueblo alemán, despierta!
"¡Fui, soy y seré!"
Hacía
ya una semana que habíamos llegado a Berlín. Se acordó que, en la
primera posibilidad que se presentara, marcharía a Moscú. Mientras
tanto, ayudaba a Erna; lavaba para las casas ricas. En Alemania habían
quedado muchos señores, así que trabajo no faltaba.
El
sábado, cuatro de enero, Kurt regresó antes de caer la noche; traía los
bolsillos llenos de octavillas. Era portador de importantes noticias:
el Gobierno había destituido del cargo de jefe de policía al
"independiente" Eichhorn y designado en su lugar al socialdemócrata de
derecha Eugen Ernst.
-
Estos señores han decidido hacernos la guerra -dijo Kurt reuniendo en
la escalera a la gente obrera de la casa-. ¡Pero nos veremos las
caras!... ¡Los vamos a mandar al diablo!
A
la mañana siguiente nuestra casa se puso en movimiento temprano, cosa
que no era habitual los domingos. Por lo menos en una tercera parte de
los pisos se oían portazos y silbaban los infiernillos en los que se
hacía el café.
Al
principio salieron de nuestra casa unas treinta personas. Luego se les
unieron otras. Un inválido del tercer piso, que había perdido en la
guerra el brazo derecho, tenía una bandera roja que había escondido
después de las jornadas de noviembre.
De
todas partes afluían grupos de gente que se dirigía a Unter den Linden.
En la densa niebla matutina surgían aquí y allá banderas rojas, se oían
gritos: "¡Abajo Ebert y Scheidemann!", "¡Viva Liebknecht!", "¡Viva
Eichhorn!"
Cerca
del mediodía alguien propuso dirigirse al palacio del canciller del
Reich, residencia del Gobierno. En el enorme edificio parecía que no
había vida, las ventanas tenían corridos los tupidos y oscuros
cortinajes; las altas puertas macizas parecían cerradas con siete
candados.
Volvimos
de nuevo a Unter den Linden. Los manifestantes continuaban de pie.
Luego, no sabiendo qué hacer, empezaron a dispersarse. Regresé a casa
con los vecinos. Kurt se marchó a buscar a los camaradas. Tardó en
regresar y dijo que una parte de los manifestantes había ocupado las
redacciones del periódico socialdemócrata Vorwärts y de varios periódicos burgueses y que se había acordado ir a la huelga general al día siguiente.
Aquella
noche apenas si se durmió en nuestra casa. Antes de amanecer, los
obreros se encaminaron a sus fábricas. No se publicó ni un sólo
periódico burgués.
Kurt
no quería llevarme con él; pero yo le convencí. Era muy temprano, la
mañana se despertaba en medio de una niebla grisácea. Todavía estaban
encendidos los faroles, proyectando sombras difusas.
En
la plaza situada delante de la Jefatura de Policía se congregó mucha
gente. Había empezado a clarear. La niebla se esfumaba. La muchedumbre
se agolpaba cada vez más. Por todas las calles adyacentes a la plaza
avanzaban acompasada e inconteniblemente oscuras columnas, sobre las
cuales ondeaban las banderas rojas. Muchos llevaban armas. Kurt vio
aparecer entre la niebla a un muchachillo obrero que llevaba en cada
hombro un fusil.
- ¡Camarada: dame uno! -pidió Kurt.
- ¡Toma!
La
plaza no podía dar cabida a todos los que llegaban; la gente llenaba
las calles vecinas y se apretaba, formando una masa compacta que se
extendía a lo largo de varios kilómetros. Se había reunido no menos de
medio millón de personas. Nunca había visto Berlín una manifestación tan
potente de proletarios revolucionarios.
Hacía
mucho frío. Por el cielo se arrastraban muy bajas las nubes. La gente
aterida y mal abrigada se movía sin cesar para combatir el frío, mirando
pacientemente el edificio de la Jefatura de Policía. Allí se celebraba
una amplia reunión de los "decanos revolucionarios" cuyos componentes
eran en su mayoría "independientes". De vez en cuando uno de los
reunidos salía al balcón y decía algo. El gentío transmitía sus
palabras: "La reunión continúa", "Se examina la cuestión", "De un
momento a otro se llegará a un acuerdo".
De
este modo transcurrió una hora, otra y otra. La gente continuaba
esperando. Una hora más, dos, tres. Ya oscurecía, la niebla se iba
haciendo de nuevo más densa, pero la gente permanecía en pie, temblando
de frío con finas cazadoras de poco abrigo, cosidas en su mayoría de
viejos capotes de soldado. Había venido para vencer o morir, y estaba
dispuesta a aguardar, en tanto le quedaran fuerzas, hasta que la
lanzaran al combate.
En la Jefatura de Policía continuaban reunidos. Al fin apareció en el balcón el orador de turno.
- ¡Camaradas! -gritó-. Hemos acordado entrar en negociaciones con el Gobierno. ¡Marchaos a casa! ¡Si hacéis falta os llamaremos!
Por la muchedumbre rodó un murmullo de perplejidad y de ira: "¿Cómo? ¿Qué conversaciones puede haber con Ebert y Scheidemann?"
-
Tenemos noticias de que el Gobierno está dispuesto a hacer concesiones
de buen grado y acepta las negociaciones -gritó el orador-. ¡Como
nosotros, está interesado en que lo haya derramamiento de sangre!
Pero
el orador se equivocaba por entero. Mientras 500.000 proletarios
berlineses permanecían en la calle y en la Jefatura de Policía estaban
reunidos sin cesar, en el despacho de Ebert, en el palacio del canciller
del Reich, en la Wilhelmstrasse, se habían reunido los líderes del
partido socialdemócrata. Allí se encontraba también el socialdemócrata
de derecha Gustavo Noske, ex gobernador de Kiel.
Los
que habían visto a Noske decían que era un hombre de tronco corto y
pesado y con unas manazas enormes que no correspondían a su estatura.
Nunca intervenía el primero, escuchaba largo tiempo a los demás,
volviéndose hacia el orador con todo su cuerpo. Luego se levantaba,
apoyándose en la mesa con sus puños descomunales y empezaba a decir sin
rodeos, con frases cortas y desabridas, lo que Ebert y Scheidemann
aderezaban con todo género de equívocos.
Así
ocurrió en esta ocasión. La destitución de Eichhorn fue el primer acto
de la provocación tramada por estos señores, a fin de sacar las masas a
la calle y a renglón seguido organizar una represión sangrienta. La
provocación se había logrado, las masas se echaron a la calle; era
llegada la hora de proceder a la represión.
Unos años después, en su libro de memorias De Kiel a Kapp,
Noske contaba: "Alguien me preguntó: "¿No pones manos al asunto?" A
esto respondí brevemente: "¡Por qué no! ¡Alguno de nosotros tiene que
asumir el papel de perro sanguinario!"
Noske
fue designado comandante en jefe de las tropas encargadas del orden.
Sin perder ni un minuto, acompañado de un capitán joven vestido de
paisano, se dirigió al edificio del Estado Mayor General, al objeto de
examinar la situación con los generales del Kaiser que allí se
encontraban y tomar las medidas necesarias. Pasada la Wilhelmstrasse
tropezaron en la Unter den Linden con una patrulla obrera; pero les
bastó con urdir una patraña inverosímil para que les dejaran pasar.
En
una habitación del edificio del Estado Mayor estaban reunidos muchos
oficiales y varios generales. Tenían preparada la orden nombrando al
general Hoffmann jefe de las fuerzas punitivas. La aparición de Noske y
su declaración de que a él se le había encomendado el mando supremo de
las fuerzas punitivas fueron acogidas con ruidosas muestras de
aprobación: los oficiales y generales del Kaiser habían aprendido algo
en los últimos meses y se daban perfecta cuenta de que, en aquellas
condiciones, Noske era mucho más útil que Hoffmann.
En
aquella reunión se acordó trasladar el Estado Mayor de Berlín a Dalem, y
concentrar en la región de Potsdam las fuerzas de choque para reprimir
al Berlín revolucionario.
Regresamos tarde a casa. Erna había preparado una sopa de nabos.
Después de comer, me senté en una silla junto a la estufa.
- ¿En qué piensas? -me preguntó Kart.
-En nada...
Sentía
escalofríos; por mi imaginación pasaban ideas incoherentes. En un
estado semiinconsciente vi un gran barco, brillantemente iluminado, que
navegaba raudo en la noche por un anchuroso río. Luego me di cuenta que
no era un buque, sino el Smolny resplandeciente de luces, tal y como
apareciera en las grandes jornadas de Octubre.
Sonó
el timbre. Vino uno de los camaradas con los que habíamos celebrado el
Año Nuevo. Me dijo que no fuera a ningún sitio. Todos los ciudadanos
soviéticos que se encontraban en Berlín debían permanecer en casa; los
scheidemannistas podían organizar cualquier provocación si caía en sus
manos alguien de los rusos.
El
camarada propuso a Kurt que fuera con él. Kurt se vistió y tomó el
fusil que le había dado por la mañana un joven obrero. Una fuerza
incontenible me impulsaba a abrazarle y besarle. Permanecí de pie,
acariciando la manga de su capote hasta que se marchó.
Entonces
empezaron para mí tormentosos y duros días de espera. Kurt no regresó
aquel día, ni al siguiente, ni al otro. No había periódicos y la gente
que iba a la ciudad traía los rumores más fantásticos y contradictorios.
El jueves recibimos una breve nota de Kurt, Decía que se encontraba en la redacción del periódico Vorwärts ocupada
por los obreros revolucionarios. El camarada que trajo la nota dijo que
Liebknecht hablaba de la mañana a la noche en diversos lugares de la
ciudad. Rosa también. Los obreros habían conseguido apoderarse de varios
establecimientos oficiales y estaciones. En distintos confines de la
ciudad se producían choques con los partidarios del Gobierno.
La
noche del viernes al sábado llegó a nuestros oídos un fuerte tiroteo.
Hasta entonces en la ciudad había fuego de fusilería, pero ahora se oían
las ametralladoras y artillería.
El
sábado llamó a nuestra puerta el inválido del tercer piso. Dijo que por
la parte de Potsdam habían entrado en la ciudad tropas gubernamentales,
a la cabeza de las cuales iba Noske. Habían asaltado el local del
periódico Vorwärts.
Todo el día estuvimos esperando a Kurt; durante la noche del sábado al domingo no pegamos un ojo. Pero Kurt no vino.
Las
tropas del Gobierno continuaron limpiando de insurgentes la ciudad. El
lunes, los obreros fueron desalojados de sus últimos reductos
fortificados. Después de un intervalo de una semana, salieron los
periódicos burgueses y Vorwärts. En las primeras páginas se destacaba en gruesos titulares: "¡La tranquilidad es completa en Berlín!"
"¡La
tranquilidad es completa en Berlín"! -escribía por aquellos días Rosa
Luxemburgo- "¡La tranquilidad es completa en Berlín!" -afirma la prensa
burguesa triunfante, corroboran Ebert y Noske, repiten los oficiales del
"ejército victorioso", a los que la muchedumbre burguesa saluda en las
calles de Berlín… "Spartak" es el enemigo y Berlín, el lugar donde
nuestros oficiales pueden vencer. Noske es el general que sabe obtener
victorias donde fuera incapaz de lograrlas el general Ludendorff".
Y
dirigiendo a los enemigos del proletariado las últimas palabras que
había de escribir en su vida, "Rosa Roja" exclamaba con odio:
"¡La
tranquilidad es completa en Berlín!" Sois unos lacayos obtusos. Vuestra
tranquilidad se asienta sobre arena movediza. La Revolución se alzará
de nuevo mañana y a los sones de trompetas que os harán temblar
anunciará: "¡Fui, soy y seré!"
Tristis
Pasaron
el sábado y el domingo. Erna y yo permanecimos todo ese tiempo tratando
de vencer la emoción, atendiendo a cada ruido en la escalera. Pero Kurt
no venía.
El domingo decidimos ir al lugar de donde había llegado la última noticia de él, a la redacción de Vorwärts.
Las
calles eran un hormiguero de gente endomingada. Señoras y señores
atildados se paseaban, contemplando alegremente las huellas del reciente
combate; daban cariñosos golpecitos en la coraza de acero de los
blindados que habían entrado en Berlín, encabezando el desfile de las
tropas de Noske; se deleitaban en la lectura de las consignas que se
veían por todas partes: "¡Muera Liebknecht!" "¡Muera Rosa Luxemburgo!"
La
soldadesca saciada, ebria de sangre, era el héroe de la jornada. Los
oficiales, atusándose los bigotes a lo Kaiser, acogían benevolentes las
sonrisas de las damas. Los soldados rebuscaban por sótanos y buhardillas
a los obreros escondidos. Cuando la caza daba resultado, arrojaban al
hombre golpeado y sangriento a la muchedumbre, y las engalanadas damas
lo pisoteaban con los altos tacones de sus botinas de moda, sujetas con
cordones hasta las rodillas.
Helada
de espanto me agarré al brazo de Erna. Aquello me recordaba la
represión contra los hombres de la Comuna de París, que conocía por mis
lecturas. Estos señores no habían leído ni a Arnould ni a Lissagaray,
pero actuaban exactamente del mismo modo que los versalleses.
Evidentemente, para ser verdugo burgués bastaba ser simplemente burgués.
Por
fin, conseguimos dominarnos y entrar junto con aquella enfurecida
muchedumbre en la redacción del Vorwärts. Allí olía a sangre y a humo de
pólvora. A la entrada se veían los restos de la barricada que los
obreros habían levantado con resinas de periódicos y. rollos de papel.
Los rollos formaban la base de la barricada, las resmas estaban
reforzadas con alambre y colocadas de manera escaqueada, a fin de dejar
orificios para las troneras.
Seguimos
adelante, esperando y temiendo al mismo tiempo ver alguna cosa que
denotara la suerte que había corrido Kurt. Por todas partes se veían
salpicaduras de sangre, en las paredes había fragmentos de sesos
humanos. Los que habían perecido allí no habían muerto en combate, sino
rematados a culatazos por los feroces mercenarios.
Cinco
días, cinco terribles días, estuvimos buscando a Kurt por hospitales,
clínicas y depósitos de cadáveres. Todo estaba atestado de heridos y
muertos. Los heridos se encontraban tirados en los pasillos, unos
delirando y otros muriendo. Unos cadáveres estaban apilados, otros en
informe montón. Aun después de muertos, los rostros conservaban la
intensa y desesperada decisión que tuvieran en el momento del último
combate.
El miércoles 15 de enero en Die Rote Fahne apareció un artículo de Liebknecht titulado "¡A pesar de todo!" Con inmensa emoción leímos sus ardientes palabras:
"... Nuestro barco mantiene decididamente y con orgullo su rumbo hacia la meta final, hacia la victoria.
Vivamos
o no nosotros cuando esta victoria se logre, nuestro programa vivirá.
¡Abarcará a todo el mundo de la humanidad liberada, pase lo que pase!
Las
masas proletarias ahora dormidas serán despertadas por el imponente
estruendo del derrumbamiento que se aproxima, cual si sonaran las
trompetas anunciando el juicio final. Entonces resucitarán los
luchadores asesinados y exigirán cuentas a los asesinos malditos. Hoy se
oye solamente el ruido subterráneo del volcán, pero mañana vomitará su
fuego y en los torrentes de su lava ardiente enterrará a todos esos
asesinos".
La tarde de aquel mismo día le mataron. A él y a Rosa...
Todos
sabían que iban a la caza de ellos. La burguesía aullaba exigiendo que
se diera con su paradero, que se les apresara y se les hiciera pedazos.
Scheidemann prometió 100.000 marcos a quien los presentara vivos o
muertos. Dos días antes del asesinato, Vorwärts publicó unos versos que
terminaban con un llamamiento abierto al asesinato de Carlos y Rosa:
"¡Los muertos están tendidos en fila por centenares; pero Carlos no
figura entre ellos! ¡No están Rosa y compañía!"
Nadie
creyó lo que decía un comunicado gubernamental publicado el jueves, en
el que se afirmaba que Liebknecht había resultado muerto por intento de
fuga, y que a Rosa la había despedazado una muchedumbre casualmente
congregada. Investigaciones posteriores evidenciaron que el comunicado
oficial fue del principio al fin una mentira consciente y premeditada.
Carlos
y Rosa fueron capturados el miércoles, a las 9 y media de la noche, por
los matones del regimiento socialdemócrata del Reichstag. Condujeron a
los arrestados al hotel "Eden", situado en la parte oeste de Berlín, y
los entregaron al estado mayor de la división de caballería de fusileros
de la guardia, al frente de la cual se encontraba el capitán Pabst,
mano derecha de Noske.
A
Carlos y Rosa los tuvieron en el "Eden" muy poco tiempo; luego les
comunicaron que les trasladaban a la cárcel de Moabit. Primero llevaron a
Liebknecht. Le acompañaron el capitán Pflugk-Hartnung y el
ober-teniente Vogel, futuro hitleriano.
Cuando
conducían a Liebknecht al automóvil, tal y como había sido previamente
ordenado por Pabst, se acercó a él un tal Runge y le asestó varios
culatazos en la cabeza. Chorreando sangre, metieron a Liebknecht en el
automóvil que se dirigía a Tiergarten. En medio del parque, el automóvil
se detuvo simulando una avería. A Liebknecht se le ordenó salir y
marchar adelante. Apenas anduvo unos pasos, el teniente Liepmann y el
mencionado Pflugk-Hartnung le dispararon a bocajarro por la espalda,
causándole la muerte. Llevaron el cuerpo de Liebknecht a un puesto de
socorro urgente situado no lejos de allí y lo entregaron como el cadáver
de un "desconocido".
Desde
la salida de Liebknecht con sus asesinos del hotel "E den" hasta la
entrega del cadáver en el puesto de socorro transcurrieron solamente
diez minutos. A las 23 y 20 minutos se informó a Pabst que el asunto
había concluido. A los veinte minutos Pabst entregó Rosa Luxemburgo a
Vogel.
Cuando
Rosa, a la que conducían agarrada de los brazos el director del hotel y
Vogel, bajaba por la escalera, corrió a su encuentro el mencionado
Runge y con la misma culata le golpeó la cabeza.
Rosa
perdió el conocimiento. La llevaron a rastras y la arrojaron al
automóvil. Tan pronto el coche se puso en marcha Vogel y el teniente
Krul dispararon sobre Rosa. Krul quitó a la muerta el reloj de pulsera y
se lo metió en el bolsillo. El automóvil se detuvo junto al canal
situado entre el puente Cornelius y el de Lichtenstein. Sacaron el
cadáver de Rosa a la calzada, lo ataron con un alambre, le colocaron un
peso y lo arrojaron al canal.
Fue descubierto tan sólo varios meses después.
La
noche del jueves, ya muy tarde, al salir del depósito de cadáveres de
la ciudad, oímos unos pasos sordos que resonaban en la calle desierta.
Cuando llegó a nuestra altura reconocí a un amigo íntimo de Rosa, Leo
Joguiches. Hablé con él. Preguntó con tristeza si no habíamos visto en
el depósito el cadáver de Rosa. No, allí no estaba.
Dos meses después Leo Joguiches fue capturado por los perros de la jauría de Noske y asesinado en la cárcel.
Sólo
el viernes por la mañana identificamos a Kurt entre unos cadáveres en
el depósito de un hospital en Pankov. Tenía la cabeza destrozada, los
ojos saltados de las órbitas, la cara era un cuajaron sanguinolento. Se
le podía reconocer solamente por las manos y la ropa.
Al
otro día dimos sepultura a Kurt, A la mañana siguiente vino a por mí un
camarada. Dijo que había una ocasión y que podía ir a Moscú con dos
colaboradores de la Comisión Soviética encargada de asuntos de los
prisioneros. Se habían retenido en Berlín después de la expulsión de
nuestra embajada, en vísperas de la Revolución de noviembre, y ahora
regresaban a la Rusia Soviética.
Como
mareada, me despedí de Erna, así mismo subí al tren y transcurrió para
mí todo el camino; como mareada oí que en las elecciones a la Asamblea
Constituyente de Alemania los socialdemócratas de derecha habían
obtenido la mayoría. Mi boca tenía un sabor a herrumbre, en todas partes
me parecía que había un olor denso a cadáveres y a fenal.
Una
fría noche de enero nuestro tren llegó al andén de la estación de
Moscú. Hacía tan sólo dos meses y medio que había partido de allí y me
parecía que había transcurrido una vida entera.
Mis
acompañantes se despidieron de mí y marché sola por las calles nevadas
de Moscú. Era difícil andar, estaba resbaladizo. A causa de la
inanición, me daban mareos.
Cerca
del Soviet de Moscú había un coche cerrado. La puerta del edificio se
abrió y apareció un hombre con cazadora de cuero. Era Yákov Mijáilovich
Sverdlov. Ya se había subido al automóvil cuando me acerqué a él. La
emoción me agarrotaba la garganta y no podía pronunciar ni palabra. Me
miró y al reconocerme dijo algo en alta voz; luego me metió en el coche,
me llevó al Kremlin y me condujo a la comandancia. Allí ordenó que
inmediatamente calentaran el baño, que arrojaran todos mis efectos al
fuego y me dieran ropa de soldado rojo. Dijo que luego le llamaran y
vendría a recogerme para llevarme a casa.
Una
hora después estaba sentada en la comandancia con las mangas de la
guerrera recogidas por ser demasiado largas. Bebía té caliente en una
jarra de hojalata. La comandancia estaba instalada en una habitación
espaciosa y mal alumbrada. En los bancos colocados a lo largo de las
paredes había sentados unos jóvenes soldados rojos que hablaban a media
voz, evidentemente de algo relacionado conmigo. Oí palabras sueltas: "de
Berlín", "los mencheviques han vencido allí...", "el pueblo las pasará
muy mal..."
Descansé. Me sentía bastante bien y a fin de no restar tiempo a Sverdlov me fui a pie hasta mi casa.
Atardecía. El cielo tenía tonalidades verdes y argentadas.
Detrás
de los dentados tejados de Kitaigorod apuntaba el disco anaranjado de
la luna. Entre las columnas de la Casa de los Sindicatos pendían,
enmarcados en rojo y con crespones de luto, los retratos de Carlos
Liebknecht y Rosa Luxemburgo, al pie de los cuales estaba escrito con
grandes letras: "¡El mejor desquite por la muerte de Liebknecht y
Luxemburgo es la victoria del comunismo!"
En
el retrato, Carlos estaba mucho más joven que en los últimos meses de
su vida. Rosa aparecía tal y como yo la vi al despedirme de ella en
Berlín; era igualmente tierna y penetrante la mirada de sus hermosos
ojos oscuros.
"El hombre debe vivir como una vela que arde por ambos extremos" -gustaba decir Rosa.
Así vivieron los dos: Rosa y Carlos. ¡Que su memoria perdure eternamente!
Quizás ta
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