«El verano de 1891, excepcionalmente cálido, provocó la sequía. El hambre azotó cruelmente a varias provincias, dejando una secuela de epidemias. Esta calamidad sacudió a todo el país. Mientras la muerte despoblaba los campos, los habitantes de las ciudades temblaban por su suerte. Las masas campesinas, hambrientas y desesperadas, eran capaces de invadir las ciudades y saquear las casas de los habitantes. Numerosas propiedades rurales habían sido ya incendiadas y devastadas. El Gobierno, tomado por sorpresa, era incapaz de hacer frente a la situación y decretaba medidas inoperantes. A la iniciativa privada se debió la organización de los socorros. En todas partes se formaron comités, se hicieron colectas, se organizaron envíos de víveres y se crearon equipos sanitarios. Los intelectuales dieron un apoyo ferviente a esta obra de salvamento. Incluso los elementos más avanzados, los más hostiles al régimen, aceptaron, ante una calamidad sin precedentes, practicar una especie de tregua política y trabajar en los comités locales de los populistas con los reaccionarios más empedernidos.
Un Comité de ese género se había formado en Samara. Lo mismo que en las demás partes, se llegó a una especie de unión sagrada entre los representantes de las tendencias políticas radicalmente opuestas. ¿Qué haría Ulianov? Su hermana Ana había aceptado trabajar en un dispensario y cuidar enfermos. El se negó categóricamente a adherirse al Comité local y empezó contra éste una campaña sistemática entre los miembros de los cenáculos clandestinos con los cuales estaba en contacto. No consiguió adeptos. Únicamente le siguió sin vacilar una «sospechosa» recientemente llegada y que profesaba una admiración ilimitada al joven maestro.
¿Cómo podía justificarse en Ulianov esta actitud de irreductible hostilidad a una empresa que parecía inspirada en la más elemental humanidad? Se mostraba sencillamente consecuente y lógico, fiel a la idea fundamental de la doctrina marxista. Estimaba que toda esa actividad, que no era sino filantropía pura y simple, representaba sólo un paliativo destinado más a agravar el mal que a aliviarlo. Ayudar al régimen a vencer el terrible azote era contribuir a su consolidación, cuando precisamente esta catástrofe revelaba rotundamente la imprevisión del Gobierno zarista, su incapacidad, y favorecía la difusión de las ideas revolucionarias entre los campesinos. Por otra parte, un revolucionario que renuncia a su tarea de militante y que se pone a trabajar codo con codo con los opresores del pueblo, no hace más que debilitar las filas del ejército de la Revolución y aumentar el número de los servidores de la reacción.»
Fuente: Lenin, Gérard Walter (1950). Pág 39-40.
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